lunes, 20 de agosto de 2012

Capitulo Uno!





Chicas!!! Gracias por todo!! Poco a poco intentaré ir recuperando todo, de momento les dejo el primer cap de este nove. Tengan paciencia, va un poquito lenta, igual espero que les guste! Vienen larguitos, espero que los disfruten.
Gracias por leerme!! Besos, Vero!!



                              CAPITULO UNO




—Para calmar una reyerta solo hace falta un Ranger. ¿No es eso lo que se dice de vosotros?
La pregunta de su hermano menor, Agustin, tomó por sorpresa a Peter Lanzani. Casi había olvidado cómo era reunirse de nuevo en el rancho T Bar K con su familia. Hacía dos años que no veía a su hermano ni a su hermana. El tiempo había pasado volando y solamente entonces, cuando estuvieron sentados junto a él en el salón de la casa del rancho, se dio cuenta de lo mucho que los había echado de menos.
—Eso es lo que se dice: una reyerta, un Ranger —respondió Peter—. Pero no soy un superhéroe.
—Es cierto, Peter. Eres mejor que un superhéroe. No tienes que perder tiempo en correr a una cabina de teléfonos para cambiarte de ropa.
—Agustin, no sé cómo puedes bromear en unos tiempos como éstos —protestó Rocio, su hermana, sentada en un sillón junto a ellos.
—¿Quién está bromeando? —continuó Agustin—. La compañía D de San Antonio no sería nada sin Peter.
Los dos hombres vestían pantalones vaqueros, botas y camisetas de algodón. Se parecían, aunque Peter era un poco más bajo y de complexión más fuerte que su hermano. Agustin tenía el cabello claro, mientras que el de Peter era mucho más oscuro . Pero la diferencia más visible entre ambos eran sus gestos. En Agustin era frecuente encontrar una sonrisa o una risa provocadora, y Peter solía ser callado y serio.
—Agustin, mi capitán diría que tu confianza en mí es un poco exagerada —aseguró Peter.
—Ya eres sargento —replicó su hermano con una sonrisa—. Dentro de poco serás capitán.
Igual que su difunto padre, Francisco, Agustin pensaba que todos los Lanzani estaban predestinados a llegar a lo más alto.
—No quiero ser capitán —dijo Peter—. Me gusta el puesto que tengo.
—Peter, tú…
—Agustin, déjalo ya —le interrumpió Rocio—. Peter no te dice a ti cómo llevar el rancho. Además, acaba de llegar. ¿Por qué no le dejas que recupere el aliento?
Peter miró agradecido a Rocio. No solo era una mujer hermosa, también era un buen médico y, en su opinión, era la más juiciosa de los cuatro hermanos. Tras tantos años de soltería, no podía creer que se hubiera casado con Pablo y estuviera esperando un hijo. Pero aquello no le había sorprendido tanto como enterarse de que el mujeriego de su hermano se había casado con Candela, una bella abogada de la reserva Apache Jicarilla.
Pero bodas y amoríos no era lo único que había ocurrido en su ausencia. Habían disparado contra su nuevo cuñado, ayudante del sheriff del condado de San Juan, y casi lo habían matado. Por suerte, el peón del rancho que había cometido el crimen había sido apresado y estaba entre rejas. Sin embargo, aún no estaba resuelto el caso del asesinato del capataz, Noah Rider, y toda la familia tenía puestos los ojos en Peter para que averiguara qué había pasado.
Agustin se levantó para acercarse al sofá donde estaba sentada su esposa.
—Solo quiero presumir un poco de mi hermano, Rocio. No trato de decirle cómo hacer su trabajo. Por eso lo llamamos. Él sabe cómo investigar un caso de asesinato, y nosotros, no. Excepto Pablo, claro. Pero Pablo nos ha dicho que el condado de San Juan da la bienvenida a quien quiera ayudarlos.
—Bueno, como os dije por teléfono a los dos, Nuevo México no está bajo mi jurisdicción, a no ser que un crimen de Texas esté relacionado con este estado —señaló Peter.
—Pues tiene mucho que ver, porque Noah Rider vivía en Texas. Eso da todo el derecho a un Texas Ranger para investigarlo —opinó Rocio.
—Depende de dónde fuera asesinado —respondió Peter.
—No sabemos dónde fue asesinado —indicó Candela.
—Bien dicho, cariño —comentó Agustin, besando la mano de su esposa Candela.
—Peter, no es necesario que esto esté bajo tu jurisdicción para que investigues un poco por tu cuenta, ¿no crees? —preguntó Rocio—. Quiero decir que no tienes por qué trabajar con la oficina del sheriff de San Juan, ¿verdad?
Peter le dedicó una breve sonrisa a su hermana. Una de las razones por las que lo había dejado todo en Texas para salir corriendo y atender su llamada de ayuda era darle algo de tranquilidad a Rocio. Según Agustin le había contado, ella estaba muy disgustada con el tema del asesinato y le preocupaba qué consecuencias podría tener para su familia y para el rancho si no se descubría pronto al asesino. La ansiedad que estaba sufriendo no podía ser buena para su embarazo. Y, más que nada en el mundo, él quería que su hermana diera a luz a un niño sano.
—No te preocupes, Rocio. Puedo indagar sin molestar a nadie. Si necesito alguna información de la base de datos de los Ranger, en Texas hay una persona a la que puedo llamar para pedírsela.
—¿Una mujer? —preguntó Agustin.
Peter estaba acostumbrado a que su hermano se metiera con él. Y, al tener casi cuarenta años y seguir soltero, esperaba ese tipo de comentarios provocativos del recién casado Agustin.
—No. Un compañero.
—Peter, eres muy aburrido.
—No he venido para divertirme, hermanito.
—De acuerdo. No te diviertes nada en Texas y no planeas hacerlo aquí —bromeó Agustin, sin molestarse—. ¿Entonces qué vas a hacer?
—Pretendo encontrar al asesino de Noah —contestó Peter, mirando a su hermano con seriedad.


A la mañana siguiente, Peter se levantó temprano. Tras desayunar con su hermano, salió al porche y se quedó allí, viendo cómo Agustin se dirigía al granero a comenzar su día de trabajo.
Casi había olvidado lo seca que era la tierra en Nuevo México. Era un gran cambio comparado con el húmedo San Antonio.
Pero las vistas eran hermosas desde el rancho. No podía negarlo, pensó, mientras contemplaba el sol saliendo por encima de las montañas. Era una tierra salvaje y dura, tanto como su clima. Había dejado el rancho hacía dieciocho años, con solo veintiuno.
Por aquel entonces, Francisco había puesto el grito en el cielo, lo que no había sorprendido a Peter. Su padre había querido que sus hijos siguieran sus pasos. Lo último que había deseado para su primogénito era verlo convertido en agente de la ley. Y mucho menos en Texas Ranger, porque eso le obligaba a dejar su casa. Pero él lo había desafiado para hacer su sueño realidad. Había entrado a formar parte de un cuerpo de élite como los Ranger, un reto que muy pocos hombres conseguían. Y lo había hecho solo, sin ayuda de Francisco Lanzani. Algo que lo había llenado de orgullo pero también le había hecho sentir un poco triste.
—Aquí estás.
Al oír la voz de Marina, la cocinera, Peter se giró y la vio en la puerta. La robusta mexicana trabajaba para los Lanzani desde hacía más de cuarenta años y era considerada más como un miembro de la familia que como una empleada. Ella siempre se alegraba de ver a Peter.
—¿Querías algo, Marina?
Ella lo miró con cariño, y Peter se sintió un poco culpable por no haber estado más en contacto con su familia.
—Acabo de hacer café. ¿Quieres?
Había pasado casi una hora desde que había desayunado con Agustin, y Peter aceptó la invitación que, además, le daría la oportunidad de hacerle algunas preguntas a Marina.
La siguió hasta la cocina. Era un espacio cálido, con una mesa grande de pino y el olor a beicon frito de los desayunos aún en el aire. La música country sonaba desde una pequeña radio sobre la nevera, intercalada con resúmenes de noticias de la región.
Todo estaba tal y como él la recordaba de niño. A excepción de que su madre no estaba allí sentada, acariciando su cabello o recordándole que terminara de comer sus cereales.
Sus padres habían muerto hacía unos años, y también su hermano Gas. Su hermano había sido el primero en morir, hacía seis años, aplastado por uno de los toros del rancho. Un año después, su madre había muerto de un infarto y su padre también había sufrido un paro cardíaco.
Tratando de sacudirse los recuerdos tristes de encima, Peter ofreció un asiento a Marina.
—Ponte una taza para ti también y siéntate conmigo.
Marina lo miró con curiosidad mientras se secaba las manos en el delantal.
—No necesito sentarme. Tengo trabajo que hacer.
—No pasará nada porque descanses unos minutos. ¿Qué pasa? ¿No quieres charlar conmigo?
—Tú no quieres charlar. Quieres hacerme preguntas. Sobre el asesinato —protestó ella, tendiéndole su taza de café.
—¿Cómo lo sabes? —dijo él, riendo—. Aún no he dicho nada.
—Lo sé por la mirada en tus ojos. Te conozco Peter Lanzani. ¿Por qué no te pones la placa de Ranger mientras hablas conmigo?
Peter se llevó la mano a la parte izquierda de su pecho, sobre el bolsillo de su camisa. Siempre solía llevar su placa pero, oficialmente, estaba de vacaciones en Nuevo México y no quería entrometerse en el terreno del sheriff.
—No voy a preguntarte por el asesinato, Marina. No sabes nada de eso, de todas maneras.
—Bueno, entonces, ¿de qué quieres hablar? ¿De ti?
—No. Ya sabes todo de mí —contestó él, riendo por lo bajo, y tomó un trago de café—. ¿Cómo andas de memoria, Marina?
Ella sonrió y se relajó.
—Recuerdo que tienes una marca de nacimiento en una cadera.
—No tienes que remontarte tan atrás. Solo hasta el tiempo en que Noah Rider era capataz aquí, en T Bar K.
—De acuerdo. ¿Qué quieres saber de él?
—De él, nada. Quiero que intentes recordar a todas las personas que podían estar enemistadas con mi padre por aquel entonces.
—Oh, cielos —rugió ella—. Eso nos llevaría un buen rato.


Aquella tarde, Peter observó la lista que había confeccionado con ayuda de Marina. No estaba seguro, pero tenía la intuición de que su padre había estado relacionado de alguna manera con el asesinato. No era que pensara que Francisco hubiera sido capaz de matar a nadie, ni siquiera en uno de sus ataques de furia. Y, en cualquier caso, cuando Noah murió, su padre ya no vivía. El capataz siempre había respaldado y apoyado a Francisco. Los dos juntos podían haber enojado a alguien tanto como para querer vengarse. No tenía mucho sentido pero, que él supiera, el homicidio nunca tenía sentido.
Había quince nombres en la lista. Pero solo uno de ellos le llamó la atención. Juan Esposito. Por lo que Agustin le había contado, Juan era aún vecino del rancho. Según Agustin, el viejo era la última persona capaz de matar a Noah. Pero aún era pronto para excluir a ningún sospechoso de la lista. Además, recordaba muy bien que, en una ocasión, Francisco y Juan habían tenido una fuerte disputa sobre la propiedad de un caballo de carreras.
Con la lista en el bolsillo, se acercó a la cocina para informar a Marina de que iba a salir. Se subió a su ranchera y salió en dirección a la casa de Juan Esposito. Veinte minutos después, llegó a un camino, cruzó una valla para ganado y condujo unos metros más por un sendero bordeado de pinos y enebros.
Cuando al fin divisó la casa de los Esposito, se quedó impresionado. Habían pasado varios años desde la última vez que había visitado el lugar con su padre, pero no esperaba encontrarlo tan descuidado. La pequeña casa de madera necesitaba varias manos de pintura. También el granero y los establos estaban en un estado pésimo. Las vallas que solían rodear el lugar estaban casi todas en el suelo. Parecía ser que Juan no estaba trabajando mucho para cuidar su tierra, pensó y aparcó junto a un viejo sedán y una ranchera oxidada.
Al bajarse de su vehículo, se le acercó un perro blanco que tenía algo de border Collie. Por el movimiento de su cola, parecía ser un animal amistoso, y Peter se detuvo unos momentos a saludarlo antes de dirigirse camino a la casa.
—No se preocupe, señor, Cotton no lo morderá.
Peter levantó la vista y vio a un niño de entre diez y doce años, parado en el porche. Estaba extremadamente delgado y un tupido flequillo rubio le caía sobre los ojos.
—Hola —saludó Peter—. ¿Vive Juan Esposito aquí todavía?
—Sí. Es mi abuelo —dijo el niño, achicando los ojos con desconfianza.
Peter dio un respingo al escuchar la noticia. Juan tenía una única hija, Mariana. ¡Aquél tenía que ser el hijo de Mariana! No debería sorprenderle tanto, se dijo. Habían pasado muchos años. Más que suficientes para que ella tuviera tiempo de casarse y tener hijos.
—¿Podría hablar con él? —preguntó Peter.
El niño se apartó el pelo color paja que le tapaba los ojos. Necesitaba un corte de cabello y comidas generosas para engordar un poco, pensó Peter.
—¿De qué quieres hablarle?
—¡Eric! ¡Ésas no son formas de recibir a una visita!
Peter reconoció la voz de mujer antes de que ella saliera al porche. Era Mariana. Por un momento, se quedó sin habla. Después de tantos años, no había esperado verla de nuevo y, al encontrarse frente a ella, se sintió invadido por recuerdos de otros tiempos, más sencillos y más inocentes.
—Hola, Peter —saludó ella en tono cálido.
Mariana lo miró con sus ojos negros muy abiertos, y Peter se dio cuenta de que su visita la había tomado por sorpresa también.
—Hola, Lali. ¿Cómo estás? —saludó él, acercándose al porche con la mano tendida.
Tras unos instantes de titubeo, ella se la estrechó. Fue un contacto breve, y Peter notó su mano endurecida por el trabajo. Ella bajó los ojos y apartó la mirada.
—Yo… bien, Peter. Estoy bien.
Cuando ella levantó la mirada, Peter pudo ver cómo sus mejillas se habían sonrosado. Si la resultaba embarazoso encontrarlo en su porche, él no entendía por qué. Hacía más de veinte años que no se veían e, incluso en los viejos tiempos, no habían llegado a ser más que conocidos que en un par de ocasiones habían intercambiado alguna palabra en el instituto. No era posible que Lali supiera que había estado enamorado de ella. Porque él no se lo había dicho a nadie.
—Me alegro. Me sorprende verte aquí —comentó Peter, sonriendo, para disipar la tensión.
Lali soltó una risita nerviosa y miró al niño antes de dirigirse de nuevo a Peter.
—No creo que estés tan sorprendido como yo lo estoy de verte. ¿Qué estás haciendo aquí?
Peter carraspeó mientras sentía la intensa mirada del hijo de Lali clavada en él.
—Quería hablar con Juan. Pensé que podría… ayudarme.
—¿Ayudarte? —repitió ella.
Era tan bonita como la había recordado, pensó Peter. Incluso más, después de que los años la habían hecho madurar para convertirse en una mujer. Tenía la piel blanca como la leche, lo que resaltaba el negro de sus ojos. Una cascada de rizos color canela oscuro le llegaba hasta los hombros. Algunos mechones rebeldes le molestaban en las mejillas y se los apartaba con el mismo gesto impaciente que tenía el muchacho.
—Sí. Supongo que has oído hablar de los problemas que ha habido en T Bar K…
Ella asintió, y Peter se quedó mirando sus labios carnosos y rosados. ¿Estaría casada?, se preguntó. No llevaba anillo. Pero aquello no significaba que no tuviera pareja.
—Sí —respondió ella—. Lo siento, Peter. Seguro que ha sido muy difícil para tu familia.
—¿Y cómo puede ayudarte el abuelo con eso? —inquirió Eric, acercándose al lado de su madre.
Lali le puso un brazo por encima de los hombros a su hijo.
—Peter, éste es mi hijo, Eric. No estamos acostumbrados a las visitas, disculpa sus modales.
—Hola, Eric. Yo soy Peter Lanzani —saludó él, ofreciéndole su mano al niño, y se preguntó si ella y el niño vivirían allí.
Eric se mostró complacido de ser tratado como un adulto, pero la mirada de sospecha no desapareció de sus ojos mientras estrechaba la mano de Peter.
—¿Eres uno de los ricos Lanzani que viven aquí al lado?
—¡Eric! —lo regañó su madre—. ¡No es correcto preguntarle a alguien por su dinero!
—Bueno, yo no soy tan rico —replicó Peter con una risita—. Y sí, parte de mi familia vive aquí cerca. Pero yo no. Vivo en Texas. En San Antonio. En El Álamo.
—Oh —murmuró Eric, con el rostro iluminado por la curiosidad—. ¿Conoces a Aaron?
—Es mi Sobrino. ¿Sois amigos?
—Sí. Vamos en el mismo autobús al colé. Él es más joven que yo, pero me cae muy bien.
—El señor Lanzani es un Ranger de Texas —indicó Lali a su hijo.
—¿Cómo los de la tele? —preguntó el niño con incredulidad.
—Eso es —contestó Lali—. Pero de verdad.
—Pero no llevas placa ni pistola —señaló Eric con la boca abierta.
Peter sonrió. Había algo en Eric que lo enternecía. Acaso era un toque de vulnerabilidad en su mirada o la forma en que se pegaba a su madre, como si no confiara en el mundo exterior.
—Eso es porque he venido como vecino, no como Ranger —explicó Peter.
—Papá está dentro. Si quieres hablar con él… —invitó Lali, señalando hacia la puerta de entrada.
—Si está ocupado, puedo volver en otro momento.
—Papá nunca está ocupado. Está jubilado.
Entonces, Lali abrió la puerta y se hizo a un lado, haciéndole una señal para que entrara. Peter pasó a su lado y entró en una sala de estar débilmente iluminada y repleta de viejos muebles.
—Papá está sentado en el porche trasero —indicó Lali, mientras lo guiaba a través del pasillo y la cocina, hasta una puerta de cristal corredera.
—Despierta, papá —dijo ella, levantando la voz—. Alguien ha venido a verte.
Juan Esposito estaba sentado, con la cara enrojecida y los ojos inyectados en sangre. Una camiseta gastada se apretaba contra su vientre abultado.
Peter no necesitó ver las botellas vacías de cerveza que se apilaban a su lado para comprender que Juan era un bebedor habitual.
—Hola, señor Esposito. ¿Me recuerda?
El viejo giró la cabeza y miró a Peter un largo rato.
—Sí, creo que sí. Eres un Lanzani. Peter, ¿no es así?
Peter asintió y pensó que Juan no había aún ahogado todas sus neuronas en alcohol.
—Eso es. Soy Peter. El hermano mayor de Agustin.
Juan le tendió una mano, y los dos hombres se saludaron.
—Siéntate —invitó el viejo con calidez—. Y cuéntame qué te trae por aquí.
Peter se sentó a la derecha de Juan. Por el rabillo del ojo, podía ver a Juan junto a la puerta corredera, como si temiera dejar a su padre solo con él.
—¿Quieres una taza de café, Peter? ¿O té helado? —ofreció ella.
—Té sería estupendo, gracias —dijo él.
Lali desapareció en la cocina, y Peter centró su atención en el viejo amigo de su padre.
—Pensé que podría ayudarme, Juan. Estoy aquí para averiguar quién mató a Noah Rider.
—Fue algo terrible. No pude creerlo cuando me enteré. Noah llevaba años sin venir por aquí. ¿Quién iba a querer matarlo?
—¿Usted no se mantuvo en contacto con él mientras estuvo fuera? —inquirió Peter, mirando de cerca a su interlocutor.
—No. Hace casi veintitrés años que se fue de aquí. Ha pasado mucho tiempo.
Teniendo en cuenta que el cuerpo de Noah había sido encontrado en T Bar K, el departamento de justicia del condado de San Juan había enviado a uno de sus oficiales, Daniel Redwing, a Hereford, para investigar la última residencia conocida de Noah. Redwing no había encontrado nada interesante. Noah parecía haber vivido una vida sencilla y modesta. Sus vecinos aseguraban que había vivido solo y había recibido pocas visitas. En el momento de su muerte, estaba contratado por un criadero, un trabajo que requería gran esfuerzo físico, teniendo en cuenta que el hombre pasaba de los sesenta años. Lo que podría significar que Noah no tenía ahorros guardados para sus años de vejez.
—Cuando lo mataron, trabajaba a tiempo completo en un criadero. Su jefe le dijo al oficial de policía de San Juan que Noah nunca había faltado al trabajo, y le había sorprendido que le pidiera un día libre para ir a Nuevo México.
—Humm. Así que el viejo Noah estaba trabajando —murmuró Juan—. No me sorprende. Siempre fue mucho más ambicioso que yo.
Peter echó un vistazo al patio trasero y pensó que aquello era poco decir. No había nada más que tierra comprimida, piedras y malas hierbas. Un poco más lejos, una hilera de verjas rotas era lo que quedaba del corral. En el establo, solo había un caballo negro. Por el aspecto que tenía todo, sacó la conclusión de que estaban arruinados desde hacía años.
—Está jubilado ahora, ¿no es así? —comentó Peter.
—Sí —afirmó Juan, incorporándose para frotarse las rodillas—. Tuve que dejar la vida de ranchero. Me he vuelto demasiado viejo y no podía contratar ayuda. Vendí todo el ganado y los caballos.
Entonces, Peter oyó pasos, se giró y vio llegar a Lali con una bandeja. Mientras se acercaba, sus miradas se encontraron por un momento.
—Espero que te guste dulce —dijo ella—. Ya lo tenía hecho.
Cuando se inclinó para ofrecerle la bandeja, Peter percibió el aroma a flores de su pelo. Aquello le recordó el largo tiempo que llevaba sin estar con una mujer.
—Seguro que estará bien. Gracias, Lali.
—Apuesto a que no hace falta que te diga que Mariana es la luz de mi vida —señaló Juan mientras su hija le tendía el otro vaso—. No sé qué habría sido de mí si no hubiera venido a vivir conmigo. Cuida de mí igual que tu hermana hizo con Francisco antes de que el viejo muriera.
—Seguro que aprecia a su hija —replicó Peter.
—Como te he dicho, es la luz de mi vida. No estaría aquí sin ella —afirmó Juan, tras dar unos largos tragos al vaso de té helado.
Ignorando la alabanza de su padre, Lali se dio media vuelta y salió del patio. En la cocina, se apoyó en el mostrador, agachó la cabeza y cerró los ojos. ¡Peter Lanzani!, se dijo. ¿Qué podía estar haciendo allí un sargento de los Ranger de Texas?
—Mamá, ¿te pasa algo?
La voz de Eric la sobresaltó. Ella giró deprisa y escondió sus manos temblorosas tras la espalda. No quería que su hijo, ni nadie, se diera cuenta de la reacción que sentía al ver a Peter.
—No, Eric. No pasa nada. Todo está bien —mintió.


5 comentarios:

  1. Me encnata,la reaccion de Mariana al ver a peter

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  2. Muy bueno!Se ve q ambos fueron algo secreto en el pasado,historia de amor imposible de la adolescencia q se encuentran ya de grandes,me gusta!!!!!!!!!Y cuantas de estas hay en la vida real ni se imaginan!

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  3. Como siempre muy buen comienzo ,y ya con intrigas y amores ,k no se dieron en su debido momento.

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