jueves, 19 de julio de 2012

Capitulo Uno!




Hola chicas!!! Gracias por las firmitas y la paciencia!! Jajaja Aunque no es la adaptación que pensaba subirles, confío en que también les guste esta. No quiero alargarme mucho, les dejo el primer cap!
Gracias por leerme!! Besos, Vero!!



                                        CAPITULO UNO





Peter Lanzani tenía el libro escondido detrás de un ejemplar de la revista Deportes Ilustrados. Dio un sorbo de café y arrugó el entrecejo intentando concentrarse en la lectura, pero resultaba difícil con el alboroto que había aquella mañana en el Café Hopkins Gulch.
El local tenía seis mesas, dos reservados y un mostrador donde se servían comidas.
Las mesas estaban llenas de tazas de café medio vacías y platos con restos de comida, pero las sillas, excepto la que ocupaba Peter en el reservado, estaban todas vacías.
Había tres tipos mirando absortos por la ventana, contemplando el Outpost, la tienda más grande de la ciudad, que estaba en la cera de enfrente. Delante de la tienda había aparcado un coche extraño con un tráiler enganchado atrás. Aquel vehículo y la pareja de forasteros que habían salido de él eran los que habían causado todo ese alboroto. Después de bajar del vehículo, los dos forasteros se habían metido en el Outpost.
—Si solo estuvieran preguntando por dónde ir a algún sitio —dijo Pablo con perspicacia—, habrían dejado el motor encendido.
—¿La has visto? —Martin preguntó por enésima vez—. Es exacta a Julia Roberts. Os lo juro. Bueno, tal vez un poco mayor. Y no está esquelética como Julia —dijo con naturalidad, como si conociera a Julia de toda la vida.
—Qué va —dijo Pablo—. Se parece más a la otra. La que hizo la película del autobús. A ella es a quien se parecía.
—¿A Sandra Bullock? —preguntó Vico, el hermano de Pablo—. ¡Qué va!
—¿Y tú qué sabrás?
Siguieron discutiendo, y Peter siguió ceñudo, intentando ignorar las tonterías que decían de la mejor manera posible. Esos tres tipos de la ventana podrían aprender de él.
Maria se acercó y le sirvió más café. Peter no reaccionó lo suficientemente rápido y Maria vio el libro que tenía escondido detrás de la revista.
Si se lo decía a los muchachos, no dejarían de tomarle el pelo hasta que se hicieran viejos.

La educación de los esfínteres en niños desorientados.

Pero ella simplemente sonrió, de aquel modo al que jamás se iba a acostumbrar, como si ser un padre soltero le hiciera adorable a los ojos de toda la población femenina; se sentía como si fuera un oso de peluche.
—¿Dónde has dejado hoy a Ruben?
—Lo dejé en el Jardín de Infancia de Beth un rato.
—Eso está bien. Necesita pasar tiempo con otros niños.
—Eso me han dicho —Peter frunció el ceño de nuevo—. Paso quinto: rezar.
Pensó que era muy raro que lo incluyeran en un libro sobre la educación de los esfínteres; eso no tenía nada de científico. Por otra parte, cuando su hijo había desaparecido y él había utilizado toda su inteligencia, su fuerza y su devoción para recuperar a Ruben sin resultado, ¿no era aquello lo que había hecho todos los días?
«Por favor, Dios mío. Por favor, Dios mío. Por favor, Dios mío. Si no puedes devolverme a mi bebé, cuida de él».
Los tipos de la ventana se asombrarían si supieran que lo había hecho, rezar a diario, pero él también se había quedado perplejo la primera vez que se le habían pasado esas palabras por la cabeza.
Ruben ya estaba en casa. De acuerdo, habían pasado dos años, pero también Peter tenía que reconocer que rezaba más bien poco, ya que se había pasado la mayor parte de su juventud avanzando en dirección opuesta, por el mal camino.
—¿Qué se supone que está haciendo ella allí?
Maria, conocida por su vozarrón, gritó:
—Sabes que Pa no se siente muy bien últimamente. El año pasado intentaron vender el local, pero ahora solo quieren a alguien que lo dirija.
—Eso significaría que ella tendría que vivir aquí —Mike  comentó con sagacidad.
El grupo de la ventana contempló esa posibilidad durante un par de minutos en silencio, que Peter aprovechó para revisar su oración. Decidió que fuera sencilla. Algo como: «Dios mío, ayúdanos». Satisfecho se centro de nuevo en el libro.
Al hacerlo, se dio cuenta que no lo había leído correctamente. El paso quinto no decía rezar, sino retozar.
Leyó con cuidado: Asegúrese de que la educación de los esfínteres sea algo divertido, como un juego.
Los de la ventana empezaron otra vez, como una bandada de gallinas viejas emocionadas por haber encontrado un montón de gusanos.
—Eh, ahí está el chico. Pero sale solo.
—¿No tiene pinta de ser un poco chulo?
—Ah, no creerás que está casada, ¿no? Aunque, debe de estarlo. Ese niño es suyo. Es clavado a ella.
Esa observación pareció desanimar a los apasionados solteros de la ventana.
—La verdad es que tiene un aire a ella.
—Muchachos —dijo Peter por fin con impaciencia—. ¿Queréis dejarlo ya?
Se volvieron hacia él sonriendo, y no precisamente con pesar, pero enseguida lo ignoraron.
Peter hizo lo posible por hacer lo mismo.
Pero al poco rato, llegó a sus oídos el comentario de uno de ellos.
—Supongo que al gran señor de ahí no le importará que el niño esté mirando su camioneta.
Peter movió la revista. ¿Qué importaba que alguien mirara su camioneta? Era un vehículo muy bonito, mucho más interesante que una extraña de paso en la ciudad.
—Supongo que al señor solitario de ahí no le importará tampoco que el niño esté mirando para atrás todo el tiempo. Tiene una cara de pillo que no me gusta ni un pelo.
Peter hizo como si no escuchara, pero la verdad era que estaba al tanto de todo. Su camioneta era su orgullo; siempre la llevaba limpia y cuidada. Y eso lo sabían todos. Seguramente le estarían tomando el pelo un poco, para hacer que se acercara a la ventana y se pusiera a hacer lo mismo que ellos.
—Parece que está escribiendo algo.
Bueno, de acuerdo, no había pasado por el lavacoches desde hacía un tiempo. A lo mejor, el niño estaría escribiendo un mensaje en el polvo que cubría el vehículo. Pues vaya cosa. Apenas un titular. Ni siquiera .para Hopkins Gulch.
—¿Es un clavo lo que tiene en la mano? —preguntó Pablo con asombro.
—Me da la impresión de que sí. Mira, eso seguro que es una m —dijo Martin.
Peter ya se había levantado del asiento.
—Sí. Y eso una i.
Peter cruzó el café en tres pasos y se abrió camino entre los muchachos hasta llegar al cristal de la ventana justo a tiempo para ver al diablillo terminar de trazar una e. ¡En su Dodge Ram diesel azul noche recién estrenado!
Los muchachos lo miraban en silencio, horrorizados, sabiendo que la vida de aquel niño incauto estaba a punto de tocar fin.
Salió del local y cruzó la calle en menos de cinco segundos. Peter le dio la vuelta y lo empujó contra la furgoneta.
Solo tendría unos doce años. Un chiquillo apuesto, aunque en ese momento la rabia y el miedo le crispaban el rostro.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo en mi camioneta? —le preguntó Peter.
El muchacho empezó a ponerse colorado, pero no le contestó, así que Peter le retorció el cuello de la camisa un poco más.
—Deje a ese niño inmediatamente —ordenó una voz suave, sensual como la seda, pero con una traza de dureza innegable.
Sin soltar al niño, Peter giró sobre sus talones calzados con botas tejanas y se vio frente a frente con el par de ojos marrones más bonitos que había visto en su vida.
Era preciosa. Tenía el cabello castaño oscuro, largo y liso, recogido en una cola de caballo que le caía hasta casi media espalda. Su piel sonrosada recordaba a la de un melocotón. Tenía los ojos tan oscuros que parecían negros, y relucían de tal modo que Peter adivinó en ella una naturaleza más apasionada de la que revelaba la blusa abotonada hasta arriba y rematada con una lazada al cuello. Tenía los pómulos altos, la nariz delicada y parecía como si le hubieran espolvoreado unas cuantas pecas sobre ella. Pero lo mejor eran los labios; carnosos, sensuales, implorando que alguien los besara.
Pero él había pagado un alto precio por no decir no la última vez que unos labios le habían implorado lo mismo, así que le contestó en tono seco.
—¿Señora? —dijo.
—He dicho que le quite las manos de encima a mi chico. ¿Qué cree que está haciendo?
Sacudió un poco la cabeza, tratando de borrar la imagen de esa mujer de su mente para poder pensar con sensatez.
—Sí, quíteme las manos de encima —dijo el niño mientras esbozaba una sonrisa burlona.
Peter lo hizo de mala gana.
El niño sonrió con suficiencia, se sacudió las mangas exageradamente y entonces, antes de que Peter se diera cuenta, agarró la antena y la arrancó de cuajo.
Peter se puso rabioso, y no solo por la flagrante falta de respeto del chico, sino también por la exclamación entrecortada de asombro y horror que soltó la mujer. Le echó una rápida mirada y, al ver la trasformación que había sufrido, sintió una gran consternación.
La mujer estaba muy alterada y miraba al chico como si fuera un monstruo. Le brillaban los ojos de vergüenza y desesperación, y Peter notó que no eran solo marrones, sino tirando a dorados. Entonces, la mujer vio las letras que el chico había escrito con la punta de un clavo en aquel coche nuevo y se puso pálida.
—¿Cómo has podido? —le susurró.
—No me ha sido difícil, tía Lali —le soltó el niño con una falta de respeto que enfureció a Peter todavía más que el daño que le había hecho a su camioneta.
No se le pasó por alto que el chico la había llamado «tía».
Para entonces, todos los hombres del café los miraban sin perder ripio y se daban codazos entre sí con satisfacción, ya que el niño había decidido provocar a Peter un poco más.
Peter sabía que se merecía el nombre de oveja negra de Hopkins Gulch. Tenía mala fama. Fama de ser duro, frío y salvaje como el viento. Un hombre con quien nadie jugaba; un hombre con un pronto muy rápido, osado, siempre dispuesto a arreglarlo todo a puñetazos.
Y sabía que esos hombres pensaban que seguía igual. Pero no era cierto.
El muchacho más loco de la ciudad había acabado liándose con la chica más loca del mundo. Justamente lo que él se había merecido entonces. Pero el hijo que nació de su unión se había merecido otra cosa. Peter empezó a cambiar el día en que nació su hijo. Y cada día que había pasado sin su hijo, el cambio había sido más grande.
Peter se acercó al chico. No tenía intención de hacerle daño, le bastaba con asustarlo lo suficiente como para no volverle a hacer a nadie lo que le acababa de hacer a él.
Miró al niño de grandes ojos grises, y vio en ellos una mezcla de desafío y miedo. Pero además del miedo, había también necesidad; una necesidad tan grande que aplacó la rabia de Peter. Se pasó la mano por los cabellos y miró a la mujer; una equivocación, porque solo consiguió confundirlo aún más.
—¿Está de paso? —le preguntó esperanzado.
No podía ser que fuera a quedarse allí, en aquel lugar perdido en el mapa, a igual distancia de Medicine Hat, Alberta, o Swift Current en el condado de Saskatchewan.
—En realidad, no. Me han contratado para trabajar en el Outpost. Por supuesto, pagaré los daños que le ha hecho a su camioneta. Y ahora mismo. Yo... —metió la mano en su cartera—. Le daré un cheque, claro está, si acepta usted uno de un banco de fuera.
—No.
Peter se asombró de que aquella contestación tan enfática hubiera salido de sus labios.
Sabía muy bien que lo normal hubiera sido aceptarle el cheque. O dejarlo en manos de la policía. Tenía que montarse en su bonita furgoneta y salir de allí pitando.
—¿No? —repitió ella, que se detuvo con la cartera a medio abrir.
—No —volvió a decir él, sabiendo que hacía lo que debía.
Lo correcto, lo adecuado. Maldición, a veces resultaba duro. Lo más fácil del mundo era hacer lo contrario. Lo sabía; había practicado mucho.
Pero si Eugenia se hubiera llevado a Ruben para siempre, si no hubiera muerto en accidente, aquel podría ser su hijo nueve o diez años después. Si Peter iba a ser el padre que su hijo merecía, tenía que aprender a comportarse bien. Todas las veces.
De repente, se sintió tranquilo y oyó una voz en su interior que había aprendido a respetar desde hacía tiempo; una voz que cuando embestía el toro, cuando los frenos le fallaban, cuando el termómetro marcaba treinta bajo cero y tenía aún que alimentar a las vacas, cuando su hijo había desaparecido y Peter tenía que pasar un día más sin perder la cabeza, le decía lo que hacer.
Se dirigió al chico y le habló en tono bajo y firme.
—Esos cinco segundos de diversión van a costarte dos semanas de mover estiércol de un sitio a otro. El curso ha terminado hasta el otoño que viene, ¿no?
—¿Cómo? —el chico farfulló de indignación—.¿Por qué iba a mover estiércol para usted?
—Porque me lo debes —dijo Peter con firmeza, pero sin perder la calma.
—No pienso mover estiércol.
Peter sabía que tenía bastante de qué ocuparse. Por ejemplo, su hijo acababa de cumplir tres años y era un extraño para su padre, seguía utilizando pañales, seguía dependiendo del chupete y se ponía a llorar a lágrima viva si alguien lo separaba de su camioneta de juguete color morado. A eso había que añadirle el trabajo de una granja, las comidas sanas y nutritivas que intentaba preparar, la colada... ¿Cómo podía pensar en echarse encima otra responsabilidad?
—Sí que lo harás —volvió a decir con calma y firmeza; con una voz que no admitía discusión, ni de los hombres, ni de los animales. Y menos de un niño
—Oblígueme.
—De acuerdo.
La tía del niño habló por fin. Tenía una voz suave como el terciopelo, una voz que podía hacer que un hombre se arrodillara ante ella.
—¿Mover estiércol? —preguntó en tono vacilante—. Pero si ni siquiera lo conocemos.
Peter extendió el brazo.
—Peter Lanzani —dijo.
—Lali Esposito —respondió ella y le estrechó la mano con cierto recelo.
Peter pensó que esa mujer tenía la mano más suave que había tocado en la vida.
—Ahora ya nos conocemos —dijo.
Peter notó que le estaba hablando con frialdad y supo que era un mecanismo de defensa para contrarrestar los rápidos latidos de su corazón. Le pareció como si ella fuera a protestar, pero él la cortó.
—¿Dónde están los padres del chico?
—Yo soy su familia —le dijo en tono seco.
—¿Y va a trabajar en el Outpost, para los Watson?
—Sí.
—Puede preguntarles si su chico está seguro yendo a trabajar conmigo. Ellos se lo dirán.
—Ah.
Se volvió de nuevo hacia el chico.
—¿Cómo te llamas?
—¡No es asunto suyo!
—De acuerdo, no es asunto suyo, te recogeré aquí mismo a las cinco y media mañana por la mañana. Si me obligas a ir a buscarte, lo sentirás, ¿me has oído?
—Le he oído —dijo en tono hosco, y Peter notó que la tía se sorprendió.
Y pensando que había abandonado con demasiada facilidad, añadió la palabrota que había estado a punto de escribir en el coche.
—Y si vuelvo a oírte decir esa palabra, te lavaré la boca con el jabón casero de lejía de Ma Watson. No te imaginas lo asqueroso que sabe.
Ma Watson, una mujer alta y vestida con camisa de hombre y el cabello gris cuidadosamente trenzado, pasó en ese momento por la acera.
—Y si alguien lo sabe ese eres tú, Peter Lanzani. Creo que hubo una época en la pensé que era mi deber para con esta ciudad que estuvieras escupiendo espuma cada diez minutos.
Su comentario rompió la tensión y el grupo de curiosos que los rodeaba se echó a reír. Entonces empezaron a dispersarse.
—¿Peter —dijo Mamá Watson con dulzura—, podrías acompañar a Lali a su casa? Acaba de entrar un cliente.
, Peter miró hacia el almacén, totalmente seguro de que la puerta no se había abierto en los últimos diez minutos. Aún así, no podía llamar mentirosa a Mamá Watson delante de su nueva empleada.
La señora había hecho más esfuerzo que nadie en aquella población para demostrar a un chico que iba por el mal camino la diferencia entre el bien y el mal.
—Sí, Ma, la acompañaré a su casa.
Supuso que también tendría que echar un vistazo dentro para asegurarse de que las serpientes de cascabel no se habían enroscado en algún rincón oscuro a pasar el invierno.
—Lali, querida, tómate tu tiempo y ponte cómoda. Deja que Peter y el chico se ocupen de las cosas más pesadas. Te veré aquí en la tienda mañana.
Peter respiró hondo, con la intención de decirle a Ma que una cosa era acompañar a la señorita Esposito a la casita que Mamá Watson tenía a tres manzanas de allí, y otra, ayudarla a hacer la mudanza. Pero miró a Ma una sola vez y se mordió la lengua.
¿Por qué esa mujer tenía el poder de convertirlo en un niño de doce años metiendo la mano en un tarro de caramelos con una sola mirada? Se dio la vuelta, se metió en la camioneta y por el espejo retrovisor observó a la bella señorita Esposito metiéndose en el coche y colocarse detrás de él.
Tenía una preciosa figura, llenita y sensual; una figura que podría hacer que un hombre como él, que había jurado no volver a estar con una mujer, empezara a pensar en suaves curvas y cálidos recovecos.
Se dijo que todo empezaba con un inocente beso y acababa con La educación de los esfínteres en niños desorientados. Entonces pensó que se había dejado el maldito libro en el café, y esperó que Maria poseyera la suficiente misericordia como para guardárselo hasta que tuviera la oportunidad de volver a recogerlo.


Estaba enfadado, iba pensando Lali mientras se paraba detrás de él y lo miraba cuando salió de la camioneta.
¿Y cómo culparlo? Lo que más se notaba en su vehículo eran las tres letras que había trazado Tomy, de unos sesenta centímetros de alta cada una.
Aun así, no tenía mucha experiencia en tratar con un hombre enfadado. Y menos, uno con aquel físico. A pesar de la cara de enfadado que tenía en ese momento, Peter Lanzani era tremendamente apuesto.
Se parecía a Robert Redford de joven, con ese pelo castaño que brillaba con el sol, aunque sus ojos verdes no poseían el encanto juvenil de los de Redford; tan solo una sombra amenazadora de frialdad. Sus facciones eran la perfección masculina personificada: los pómulos altos, la nariz recta, la boca ancha y sensual, los labios firmes y el mentón fuerte.
Era de estatura media, pero el ancho de los hombros y el pecho de aquel hombre daban la impresión de albergar una fuerza enorme. Tenía el estómago plano y las caderas estrechas. Las piernas largas, enfundadas en un par de pantalones vaqueros, parecían haber montado muchos caballos. Y, probablemente, otras cabalgaduras.
Lali decidió que Peter Lanzani no era un hombre con quien le conviniera tratar. Últimamente había notado que sus pensamientos tomaban caminos claramente atrevidos a la mínima provocación. Sería que se estaba haciendo mayor, además de convirtiéndose en una solterona.
Sabía que se estaba engañando a sí misma. Y todo porque Benjamin había anunciado su intención de casarse con otra.
—Gracias —le dijo mientras salía del coche—. ¿Es esa la casa? Ahora ya puedo arreglármelas sola.
El no se movió.
Cuando ella se acercó a él, Peter fue a abrirle la verja. El espacio que quedó para pasar era tan estrecho que Lali estuvo a punto de rozarlo. Al pasar junto a él le llegó una ráfaga de un olor más mareante que el de las lilas que florecían con profusión por todo el patio.
—Siento lo de su camioneta —le dijo muy nerviosa—. Tomy decidió que odiaría este lugar nada más decirle que nos íbamos a mudar.
—Supongo que si esta ciudad me aguantó de adolescente, también lo aguantará a él.
Lali pensó que le gustaba la voz del señor Lanzani; una voz profunda, musical, y con un algo especial.
—¿De dónde vienen, señora?
Lali decidió que ese algo especial era un acento ronco y sensual. El modo que tenía de decir señora, con suavidad y arrastrando la última sílaba, le hizo estremecerse. Le echó una mirada y se le ocurrió que era más joven que ella.
—De Vancouver —respondió—. Nos trasladamos desde Vancouver.
—Pues ese sí que es un traslado.
—Sí, lo sé —aunque él no le preguntó, ella sintió la ridicula necesidad de explicarse—. El anuncio de la colocación en el Outpost decía que este era un lugar ideal para formar una familia.
Él se echó a reír al oírla.
—¿No es así? —preguntó con desesperación.
—Señora, yo no soy el más indicado para hablarle de familias.
—Ah.
Miró hacia la casa e intentó no sentirse decepcionada. Era muy vieja, toda cubierta de unas horrorosas tejas planas y delgadas de color gris. El porche parecía que se iba a desplomar de un momento a otro.
Lali, que sintió como si estuviera intentando convencerse a sí misma de que no había cometido un tremendo error, dijo:
—En Vancouver han empezado a surgir incidentes entre bandas callejeras. Hay problemas en los centros educativos. Niños de la edad de Tomy están comenzando a tontear con las drogas y el alcohol.
Por supuesto, no le iba a contar toda la verdad, la historia de su vida. Que su jefe, Benjamin, con el cual había estado prometida, se iba a casar con otra mujer.
El sonrió levemente.
—¿No me diga?
Ella se enfureció.
—No estará sugiriendo que mi sobrino pudiera estar metido en tales cosas solo por ese incidente con su camioneta, ¿verdad?
—No, señora. Solo sé que yo no era mucho más mayor cuando empecé a probar la cerveza casera, aquí mismo en Hopkins Gulch.
Ella lo miró horrorizada.
—Los niños tan indomables como yo se meten en líos estén donde estén —le dijo.
—¿Y sigue siendo usted indomable, señor Lanzani? —le preguntó.
Demasiado tarde se dio cuenta de que su frase podría haber salido de los labios de una vieja solterona.
Antes de responder, Peter pareció pensárselo un momento.
—La vida me ha domesticado.
Percibió cierta angustia en su modo de decir eso, algo que le hacía aún más intrigante a los ojos de Lali.
Se dijo para sus adentros que ella no podía resolver el rompecabezas de un hombre misterioso, por muy atractivo que fuera. Tenía que criar a un chiquillo. Cuando su hermana había muerto, Lali le había prometido que se dedicaría a esa tarea en cuerpo y alma. Benjamin había roto el compromiso cuando ella había tomado esa decisión y, tras eso, había llegado a la conclusión de que Tomy no necesitaba el trauma que parecía ser parte integrante de una relación de pareja.
En realidad, hasta que Benjamin no anunció su nuevo compromiso matrimonial en la oficina hacía ya un mes, ella no se había dado cuenta de que había mantenido la esperanza de que cambiara de opinión, o de que quizá estuviera esperando a que Tomy creciera para poder estar juntos. ¿Qué se había creído ella? ¿Que esperaría hasta que estuviera vieja y encorvada?
Como aquella vieja casa. Se obligó a sí misma a apartar los ojos de Lanzani para fijarse en aquel patio que ya era suyo. Detrás de él, tras un seto de más lilas, Lali vio una enorme y ondulante pradera, limpia de árboles o arbustos hasta donde alcanzaba la vista. El patio estaba rodeado de arbustos de lilas en flor. Los arriates estaban abandonados hacía tiempo y la hierba crecía muy alta, pero era un lugar amplio y privado y Lali se dio cuenta de que con unos pocos cuidados quedaría precioso.
—¿A qué huele? —preguntó Tomy tras cruzar la verja de entrada.
—A lilas —le dijo Lali.
—Creo que soy alérgico a las lilas.
—La señora Watkins me dijo que hay un pasto al otro lado del seto por si te apetece tener un potro —dijo Lali, esperando que aquella idea le resultara atractiva al chico.
—¿Un potro? —repitió, mirándola con consternación—. ¿Qué es eso? ¿Una marca de monopatín?
Vio que Peter agachaba la cabeza. Pero antes de hacerlo le vio sonreír, y esa sonrisa cambió su rostro totalmente. Tenía unos dientes preciosos y un hoyuelo en cada mejilla.
—Un potro —le dijo—. Parecido a un caballo.
—Los caballos me dan alergia —Tomy decidió y después miró a Peter de soslayo—. Y también el estiércol.
Peter lo ignoró.
—Voy a echar un vistazo dentro de la casa.
—¿Para qué?
—Creo que lleva vacía muchísimo tiempo. Nunca se sabe lo que ha podido establecerse ahí dentro.
Lali lo miró horrorizada.
—¿Como qué?
—Nunca se sabe —dijo con reticencia.
—¿Un mendigo, por ejemplo? —le preguntó con recelo.
—No —contestó—. En Hopkins Gulch no hay mendigos.
—¿Ratones? —insistió.
—Bueno, estaba pensando en, esto... alguna mofeta; pero claro, pueden ser ratones.
Ella lo miró a los ojos, como si sospechara que no estaba diciéndole toda la verdad.
—Me apuesto a que este lugar está infestado de ratones —dijo Tomy para malmeter—. Me apuesto lo que quieras a que empezarán a corrernos por la cara cuando estemos durmiendo, que dejarán sus huellas en la mantequilla, y que tendrán su casita en el sótano, igual que en los dibujos animados.
—Creo que es suficiente —dijo Peter en tono bajo y miró a Lali con irritación.
Tomy se tiró sobre la hierba, se agarró el cuello con las dos manos y empezó a retorcerse con dramatismo. Ya fuera reacción hacia la casa o hacia las lilas, Lali decidió no preguntar. Siguió a Peter y juntos subieron las chirriantes escaleras del porche.
Lo primero que la sorprendió al abrir la puerta de la casa fue la oscuridad. Lali intentó no mostrar su decepción y siguió a Peter por la casa vacía. Iba vestido con pantalones téjanos descoloridos y una camisa de batista. Los pantalones le ceñían el trasero, los vigorosos muslos.
Abrió las puertas y miró en todos los armarios. Lali no fue con él al sótano, pero cuando subió le aseguró que su nueva casa estaba libre de alimañas.
Tomy, decepcionado porque no le hubieran hecho ni caso, cruzó la puerta de entrada con mala cara.
—Qué antro —proclamó—. Es un pueblo de mala muerte y lo odio.
Peter lo ignoró.
—¿Señorita, necesita que le eche una mano con sus cosas?
Lo que quería ella era que él se largara de allí para poder concentrarse. Para poder encargarse de Tomy, mirar a ver qué podía hacer para que aquel lugar pareciera habitable y después encerrarse en el baño a llorar un buen rato.



4 comentarios:

  1. Pobre lali, es mucha carga para ella!!! Más!!

    ResponderEliminar
  2. Lali ocupándose d un preadolescente ,y Peter d un niño d 3 añitos.Los dos muy ocupados en criarlos y su educación,necesitan apoyo urgente,jajaja.

    ResponderEliminar
  3. Tarde pero seguro! Me encanta amore!!!!
    Quiero mas!

    Solo recuerda que detrás se la nubes...
    Yo voy a estar SIEMPRE!!!
    Te amo hermanita!!

    ResponderEliminar
  4. Lina (@Lina_AR12)23 de julio de 2012, 6:52

    Siempre me ha parecido q Lali tiene el estilo de Sandra Bullock1Ojalá llegue tan lejos como ella o más1Talento le sobra!
    esta historia me encanta,hoy la desubrí en el cap tres y pues aquí estoy leyendo cómo comenzó!

    ResponderEliminar